Los relieves de la Plaza del Pradillo parecían querer avisarme, cada uno con su estilo, con su exquisita retórica. Pero el poder de la curiosidad que anidaba en mí los retaba, sin que sus plumas fueran capaces de acobardarme. Quedaron atrás, a mi espalda, mudos ante mi valiente avance. La silueta del monumento a Andrés Torrejón no era la que buscaba, pues la voz de su mensaje al citarme susurraba a mi imaginación un recorte más sinuoso, más tentador. Tentadora era su propuesta, ¿por qué no iba a serlo también ella? Los últimos viajeros del MetroSur abandonaban la plaza raudos, subrayando mi inmovilidad, esperándola, impaciente. El sepulcral silencio se vio interrumpido por unos tacones que avisaban de su llegada de manera firme, acercándose, sin pausa. Su silueta, la esperada, pero su rostro… Cuando pude distinguir su rostro… Dios, ¡era ella! No podía creerlo. Era ella.
